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Empecemos por el principio

Cuando le dije a mis papás que quería salirme de ingeniería industrial, carrera a la cual ya le había invertido yo un par de años y mis padres una buena lana, por irme a estudiar gastronomía pensaron que era una broma. ¿Chef, yo? En ese momento sabía preparar sólo 3 cosas: brownies, ensalada de atún y huevos, evidentemente a mis padres no les cayó en gracia la noticia.


Estamos hablando de una época en dónde no existían los “chef celebridades” como ahora, lo único glamoroso de la industria restaurantera estaba del otro lado del charco, Monterrey tenía apenas un puñado de “buenos” restaurantes y básicamente yo y toda mi generación, alrededor de 25 valientes más, estábamos condenados a estudiar 4 largos años para luego pasar a ser una estadística del desempleo, o al menos eso era lo que todos a mi alrededor creían.


¿Exactamente por qué decidí estudiar gastronomía? No lo sé bien, pero se sentía bien en ese momento, vengo de una familia muy hospitalaria y como buena familia mexicana, los recuerdos más significativos se crearon alrededor de una mesa, cuando mis yayas cocinaban y todos nos reuníamos con la única intención de pasarla bien, de estar juntos y formar momentos que la nostalgia pudiera visitar cuando fuéramos mayores. Así que la idea de comer era algo que me hacía sentir bien el corazón y el estómago, qué mejor que hacerlo profesionalmente.


A lo largo de este viaje ahora sé, que tener la oportunidad de mejorar la vida de las personas por el simple y complicado proceso de cocinar y servir, es un privilegio y una responsabilidad, porque comer es personal, comer es un placer, una necesidad y un pecado.








 
 
 

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